martes, 18 de octubre de 2011

Patricio Valdés Marín



En la acción intencional se distinguen tres momentos: el antes, el actual y el después de la acción. Cada uno de estos momentos responde a una norma. Éstas son respectivamente la moral, la jurídica y la ética. La acción moral se desenvuelve dentro de un marco subjetivo e íntimo de cosmovisión y de valoración de la conciencia profunda y del sentido último de la vida. La norma jurídica juzga como delito sujeto a sanción la ejecución de una acción según el ordenamiento jurídico que puede ordenar, prohibir o autorizar una conducta determinada. La ética, cuya norma indica lo correcto o incorrecto, lo conveniente o inconveniente de la conducta externa de un individuo, valora el efecto social de la acción indi­vidual. El valor de las cosas no está relacionado con lo bueno o lo malo, sino que es relativo y está en relación a otras cosas según su funcionalidad y según nos afecte.


Acción y norma


La acción humana puede recibir un juicio objetivo y externo porque proviene de la razón. A modo del fenómeno kantiano, aquella es precisamente la única manifestación de ésta. Ella puede distinguirse formalmente desde el punto de vista de la norma. Existen tres tipos generales de normas. Éstas se diferencian entre sí por juzgar cada una de las tres etapas de la acción intencional. Los momentos específicos que estas normas enjuician son el antes, el actual y el después de la acción.

El antes de la acción corresponde a la deliberación razonada, la que le imprime una intencionalidad. Los sentimientos que acompañan a los conceptos que se razonan proveen una motivación. Este momento previo a la acción misma es enjuiciado objetivamente por la lógica en su misma escala y por la norma moral desde una escala superior subjetiva. El acto mismo, que es la ejecución de la acción, corresponde al ejercicio actual de la fuerza, en la etapa que sigue a la intención, y es enjuiciado por la norma jurídica, suponiendo una intención. Por último, la finalidad de la acción, que está ligada formalmente a la intención, aunque siéndole independiente, perte­nece al después de la acción, que es su efecto, pues en ese momento la acción queda determinada como efecto. En su calidad de efecto social puede ser entonces enjui­ciada por la norma ética.

Vemos entonces que los tres momentos de la acción intencional se correla­cionan con tres tipos de normas u órdenes. Estas normas tienen sus corres­pondientes legisladores. Así, la acción propiamente moral respon­de a una norma del sujeto. En este tipo de juicio esta norma es ambivalente, pues el sujeto puede deliberar tanto racionalmente, desde su conciencia de sí, como moralmente, desde su conciencia profunda. Por su parte, la acción legal responde a una norma jurídica, que es aquélla dictada por la estructura política (el Estado), en representación o no de la estructura social (la sociedad civil). En fin, la acción ética responde a una norma de la sociedad en tanto ente cultural. Bajo estos tres tipos de normas, el sujeto humano es responsa­ble ante sí mismo por su acción, y también otros jueces que lo hacen responsable por ésta, pues la responsabilidad está siempre demandada por la norma.

Por lo tanto, los orígenes de estas normas son los siguien­tes: para la norma moral es el correcto razonamiento según la lógica y los valores morales como premisas; para la norma jurídi­ca son las proposiciones de los legisladores de la estructura política que pueden favorecer a la totalidad de la social civil, a una minoría de ella, o simplemente a nadie, y para la norma ética son las proposiciones o códigos culturales sobre la subsistencia social y la supervivencia y reproducción individual.

El orden jurídico

La norma legal o jurídica, que juzga la ejecución de una acción, entra en la categoría prohíbe o permite. Por lo tanto, el acto mismo puede ser enjuiciado por el derecho o el ordenamiento jurídico, el que puede ordenar, prohibir o autorizar una conducta determinada. Además, este ordenamiento prevé una sanción para quien infringe las normas y disposiciones legales. La ley es la formulación de la norma jurídica. La infracción de la ley se denomina delito. El propósito pretendido de la ley es la justi­cia. En cuanto virtud, ésta última debe, no obstante, existir en la intención misma. Reconociendo la capacidad racional del sujeto, la ley busca establecer la intencionalidad para poder ser aplicada. También ella proviene usualmente de la ética. Cuando ello ocurre, la ley la explicita y la universaliza. Cuando la ley se explicita para abarcar todas las situaciones de una determinada característica, ella se estructura en la escala racio­nal; cuando ella se universaliza, se objetiva.

El juicio jurídico no tiene por objeto juzgar la conciencia de un sujeto ni lo que ésta deliberó, sino que le basta saber si previo a la acción hubo deliberación o no, si el sujeto tuvo conocimiento o no de las probables consecuencias de su acción. Al juicio jurídico le es necesario indagar si el acto fue intencio­nal o no, pues su objeto primero es determinar la culpabilidad de un sujeto de una acción que transgrede lo dispuesto por la ley, y la culpabilidad depende de la voluntariedad del acto. Así, un animal no puede ser sometido a juicio, pues su acción no tiene intencionalidad alguna. Tampoco lo puede ser un enajenado mental, lo que no impide que se le pueda privar su libertad, no sólo para efectos de una terapia, sino que para que no pueda repe­tir una acción que resulta perjudicial a los demás. Según la ley el juez puede juzgar que en la intencionalidad hubo atenuantes o agravantes en la comisión del delito.

Considerando que la ley es el resultado de intereses de grupos de poder y hasta de intereses privados influyentes, no necesariamente responde a aquellos valores éticos sustentados por minorías de poder, como tampoco a valores éticos generales. Para que la ley responda lo más fielmente posible a la ética, resulta necesario que quienes legislan representen los intereses y los valores del pueblo. La ley que así emane representará el interés de la mayoría, si acaso no el interés general o bien común.

El comportamiento legal pretende ser racional y objetivo. Sin embargo, considerando que todo comportamiento y norma sobre aquél responde en último término a los apetitos de supervivencia y reproducción, cuando las situaciones son límites, la ley cesa de tener un valor racional y universal, y reaparece la ética del aquí y ahora, la cual puede contradecir la ética para una situa­ción más estable y menos presionada. Pensemos en el comportamien­to en tiempo de guerra, de los hambrientos náufragos en una balsa, del de una madre cuyo hijo ha sido raptado, etc.

La ética

La ética valora el efecto de la acción indi­vidual en la sociedad. Ella es un imperativo cultural al comportamiento volunta­rio e individual que tiene alcance social. Tiene por estímulo aquellas funciones biológicas de supervivencia y reproducción individuales que están subordinadas a la subsistencia social. Corresponde a los juicios sobre las acciones de supervivencia o reproducción individuales que son emitidos por la estructura social de acuerdo a sus demandas de subsistencia y prolongación. Sus normas provienen de la experiencia colectiva e indican, a la manera de un código, lo correcto o incorrecto, lo conveniente o inconveniente, lo propio o impropio, lo adecuado o inadecuado de la conducta externa de un individuo según el resultado final de la acción en cuanto al mayor o menor éxito, seguridad, poder, bienestar, prestigio o placer que de tal acción de hecho éste obtiene respecto a la colectividad. Ellas se comparan con parámetros de sabiduría teó­rica, práctica, social o religiosa. La co­lectividad hace responsable a los individuos que la integran de actuar según las normas éticas que hace suya. Quién las transgre­de comete una falta de ética y recibe una condena social que se manifiesta como rechazo y repulsa al trasgresor.

La valoración ética no es absoluta, sino que es consensual y convencional; proviene de la experiencia colectiva en sus esfuerzos por subsistir, y de la experiencia individual por sobrevivir y reproducirse. Dos milenios de enseñanza y práctica evangélica han tenido por efecto cambiar algo el sentimiento de las personas respecto al prójimo y la valoración ética ha incorporado algo de la dimensión de la transcendencia. Indudablemente, como frutos de la enseñanza evangélica, el régimen democrático ha emergido y los derechos humanos se han encarnado en las finalidades políticas. Este fundamento ético, que nos ha hecho más humanos, es lo más cercano a una justicia absoluta que exigiría una norma. En las últimas décadas, junto al creciente prestigio de la ciencia, en un tras­toque de valores sobre el sentido de la vida, la psicología experimental, más que la religión o la filosofía, está sumi­nistrando las normas éticas con criterios bastantes inmanentes, contingentes, positivistas, individualistas y centrados en el ego individual.

La relatividad general de la ética en cuanto valores y normas está sujeta no obstante a tres parámetros de orden absoluto. Estos son: 1º la necesidad biológica del individuo de supervivencia y reproducción; 2º la necesidad biológica de subsistencia de la especie humana y, en consecuencia, la necesidad sociopolítica de mantener el orden y la paz social, y 3º el sustento natural y jurídico de toda persona – que es un ser moral, es decir, con capacidad para ejercer acciones intencionales– de ser sujeto de los derechos fundamentales a la vida y la libertad, y que lo constituye en un legítimo otro, digno y respetable.

Estos tres polos son distintos y no necesitan ser contradictorios, pues operan en planos diferentes. Sin embargo, muchas veces se interrelacionan, produciéndose paradigmas éticos. La necesidad de reproducción y su consecuente satisfacción de apetitos sexuales obliga éticamente a respetar al otro. La supervivencia del feto depende de la supervivencia de la madre, quien éticamente es ya responsable de su propia vida, de la crianza de sus otros hijos y del mantenimiento de su familia. La subsistencia del todo social permite privar de libertad al delincuente u obligar a los soldados a someterse a los peligros de la guerra. El bien común del todo social permite racionar el alimento en hambrunas o de los medios técnicos vitales, pero extraordinarios, a enfermos terminales o con escasas posibilidades de una vida digna.

La norma

La norma en general no es tan relativista ni subjetiva como lo haría parecer el Derecho positivo. En una época tan pragmática como la actual, resulta difícil aceptar que ella pudiera poseer un referente objetivo y trascendental que le pueda conferir un valor moral. Tampoco nos es posible adherir a la concepción de princi­pios eternos que la Razón llega a poseer de alguna u otra manera. Pero si la conciencia subjetiva de lo bueno y lo malo está tras la deliberación moral, el sentido práctico de lo propio y lo impropio está tras la acción ética, y el temor de la sanción está tras el efecto legal del acto; en fin, aquello que subyace bajo estas etapas de la acción es el principio del deber ser.

Puesto que pertenece a una escala de gran abstracción, superando lo contingente de la acción concreta constreñida por la situación particular, el principio del deber ser pertenece pro­piamente al ámbito de la filosofía moral. Esta expresa el refe­rente trascendental para la moralidad en la deliberación, para la legitimidad del acto ético y para la justicia de la ley. Ella se desenvuelve en ámbitos que pertenecen tanto a la persona indivi­dual como a la sociedad y que incluyen tanto la legítima necesi­dad de supervivencia y reproducción individual como la necesidad de subsistencia social y los anhelos de transcendencia personal. Se puede comprender entonces que la intrincada complejidad del dominio de la filosofía moral genera la confusión de lo objetivo y trascendental con lo subjetivo y relativo.

Así, pues, es prerrogativa de la razón humana no sólo el juzgar la acción intencional en sus distintas etapas, sino que, principalmente, hacerlo con justicia y bondad después de compren­der con mayor verdad la realidad y el sentido del ser humano y de las cosas del universo. La conquista de una mayor verdad ilumina mejor el principio del deber ser que guía nuestra acción y da sustento legítimo a la norma. Sin embargo, en nuestro mundo tan humano, donde nadie –ni Iglesia ni Estado– puede legítimamente arrogarse en exclusiva el poder para definir lo que es bueno o malo, lo que es propio o impropio y lo que es justo o injusto, no existe una instancia que posea la suficiente legitimidad para expresar los principios morales si no es la comprensión personal –y subjetiva– del evangelio de Jesús. No obstante, tal como todo autor de una acción intencio­nal posee una conciencia moral que enjuicia su propia bondad o maldad, un legis­lador probo que responda al mandato de sus representados y que busque el bien común legislará teniendo como referente principios de justicia y equidad.


La acción moral


Mientras la ética es una estructura normativa, tanto externa como social, que juzga al sujeto según el efecto de su acción, la moral es, por el contrario, una fuerza interna y personal cuyo ámbito es la conciencia personal. El objetivo de la acción moral está más de acuerdo al significado que se busca para la vida que al temor a alguna sanción social. Su norma es la opción por el bien, la justicia, la verdad y el amor. Su juicio es a la inten­ción. Su transgresión se denomina pecado. Este se libera o se expía con el arrepentimiento y la penitencia de modo análogo a como la pena castiga la transgresión de una ley, y la repulsa social condena la violación de una norma ética.

La acción moral es la fuerza intencional de la autodetermi­nación personal que, más allá de procurar la mera supervivencia y reproducción, se desenvuelve dentro de un marco subjetivo e íntimo de visión cósmica y de valoraciones de la conciencia profunda, del sentido último de la vida, de significaciones abstractas, de transcendencia, de esperanza, de piedad, de misericordia y de humildad. Tanto el sacrificio personal como el goce de la felicidad quedan subor­dinados a la concepción personal que el sujeto tenga ahí y ahora del bien y la verdad, los que pasan a depender del marco subjeti­vo de toda persona. La importancia social de la formación integral de las personas debiera ser decisiva.

El origen de la acción moral es más subjetivo aún que la propuesta de Immanuel Kant (1724-1804), quien, al negar la posibilidad de la existencia de legisladores morales capaces de formular leyes morales objetivas, suponía, por una parte, que tal capacidad es recurso de la “razón práctica,” pero, por la otra, que tal razón es objetiva. En su libro Crítica de la razón práctica (1788), Kant plantea como imperativo categórico, o comando de la razón, de carácter universal y objetivo lo siguiente: “actúa sólo según la máxima por la que uno puede al mismo tiempo querer que sea una ley universal”. Creía que lo bueno es absoluto, es decir que es objetivamente bueno para todo el mundo. Opinaba también que la razón reconoce lo bueno, y que la voluntad es la facultad de elegir sólo aquello que la razón reconoce como bueno.

Mientras Kant entendía que existen leyes objetivas, válidas para todo ser racional, mi pensamiento es, por el contrario, que el marco personal para razonar previo a la acción contiene valo­raciones morales eminentemente subjetivas. La razón de un ser humano no es simplemente un procesador lógico que produce conclu­siones objetivas, como posiblemente pudo haber imaginado Kant. La razón humana es una de las funciones de una compleja psiquis. Adicionalmente, el bien absoluto, como objetivo unívoco de una acción moralmente buena, no existe. Por el contrario, el bien es relativo para cada cual y en cada situación concreta.

Incluso, aunque un cierto número de valores centrales, como la afirmación de la vida, la compasión, el amor, la justicia, el respeto, la libertad, la responsabilidad, la verdad, la toleran­cia, son muy propios de la naturaleza racional del ser humano, ellos surgen de la conciencia profunda. Ni en este respecto la acción moral podría ser enjuiciada objetivamente, pues aquellos valores centrales son solamente normas explicitadas para una deliberación que la razón lleva en forma esencialmente íntima, personal y singular. Ya que la moral es propiamente deliberación, intención y motivación, no puede ser enjuiciada en consecuencia por nadie. No existe institución alguna que pueda arrogarse la facultad para juzgar las intenciones de las acciones.

Una conducta moral no es racionalista ni naturalista, puesto que es eminentemente singular y subjetiva. Ella no se guía por parámetros externos, sino que surge del mismo sujeto. La conducta moral, que emana de una acción intencional autónoma, es indepen­diente de la ética (¿el superego freudiano?) y es capaz de some­ter simultánea y necesariamente al instinto de supervivencia y reproducción (¿el Id freudiano?). En la intencionalidad existe, como ya indicamos, una actividad que no pertenece al determinismo natural. Tampoco la conducta moral es racionalista, puesto que el marco último de la autodeterminación pertenece a una estructura singular, personal, original, que denomino ‘conciencia profun­da.’ Esta tampoco está contenida en una “razón” universal común a las razones individuales supuestamente homogéneas, del tipo de razón postulada por el racionalismo, pues esta suposición no es real. Así, pues, no existe legítimamente ninguna autoridad que pueda indicar válidamente qué acción es o no moral, pues esta categoría no es objetiva.

La deliberación  

Toda deliberación posee una valoración moral acerca del bien y el mal, y si una deliberación tiene además una racionalidad que se relaciona con la verdad, como así es el caso, uno podría concluir que la moral es objetiva. Sin embargo, el problema es que la deliberación, propia de la conciencia profunda, ocurre en una escala mucho más abstracta que la simple afirmación o nega­ción de algo. En una escala concreta las cosas son o no son, existen o no, son verdaderas o son falsas. Pero en una escala abstracta, que relaciona una pluralidad de relaciones causales y una multiplicidad de relaciones ontológicas, la realidad se torna sumamente compleja, desafiando el esfuerzo de los mejores intelectos por encontrar la verdad plena. En esta escala, la verdad objetiva es, desde luego, teóricamente posible, pero lo que se obtiene casi siempre son sólo verdades parciales, siendo virtualmente imposible asir la totalidad de la verdad, quedando la inquietud intelectual de no poder llegar al fondo de las cosas y pareciendo que la realidad es misteriosa.

Así, pues, en esta escala, ni el imperativo categórico kantiano, al no ser tan claro y distinto como es el prejuicio típicamente racionalista, no podría constituirse en fundamento de una moral objetiva. No obstante, si la verdad no puede constituir el fundamento de una moral objetiva, la moral tiene efectivamente un marco absoluta­mente objetivo, constituyendo en todos los casos una guía para una acción moralmente buena. Este marco es el precepto del amor al prójimo que Jesús nos enseñó.

Una de las funciones principales de la conciencia es la deliberación. Nuestra conciencia es la cúspide de nuestra auto-estructuración y es lo que confiere unidad a nuestro ser. En la deliberación no interviene la sola razón pura que con implacable lógica determina el curso de la acción a seguir. La deliberación es el producto de una compleja conciencia. La conciencia es la estructuración última de unidades discretas como el pensamiento racional o lógico, el pensamiento abstracto, la memoria en todas sus escalas de registro de experiencias y resultados de elaboraciones de contenidos de conciencia, y, en el mismo plano de importancia, nuestros sentimientos.

Con un marcado prejuicio antirracionalista, para David Hume (1724-1804), en su Tratado de la naturaleza humana (1739), son nuestros sentimientos (no está claro qué supuso este filósofo que la palabra sentimiento significa), y no la razón, los que deciden lo que hacemos. Diría, más bien, que es la razón en conjunto con los sentimientos el principio de nuestras valoraciones y de nuestra escala de valores. Aún más, como expresé más arriba, una decisión racional debe ser motivada más por sentimientos que por emociones, y la voluntad debe controlar el afloramiento de emociones en una decisión justa.

En otro orden de cosas, no nos pondremos en el ficticio y forzado punto de vista “existencialista” del deber ser para poder ser, que resulta de oponer la existencia (por esencia participa­tiva del ser y, por tanto, no plenamente ser) con la plenitud del ser, pues no tiene sentido la existencia para ser más si no se explica qué significa “ser más” que no sean únicamente dos bellas palabras. Lo justo es ponerse en el punto de vista de un ser racional, quien, frente a su necesidad de supervivencia y repro­ducción y a su destino transcendente, debe anteponer valores trascendentales de verdad, liber­tad, justicia y amor para optar por tal o cual curso de acción concreta.

Efectos de la acción moral

Es corriente la creencia de comprender la acción moral de la misma manera como cualquier otra acción que genera efectos. En este caso, los efectos serían morales. Así, si la acción moral es buena, produce efectos buenos, y si es mala, produce efectos malos. Prosiguiendo con esta creencia, los efectos tanto buenos como malos pueden ser acumulados, ahorrados y hasta descontados, como si fueran cifras cuantitativas económicamente contables. Con este criterio economicista, resulta un desperdicio que la muerte impida a alguien disfrutar del fruto de sus acciones buenas.

Por ejemplo, en el samsara hindú, o doctrina de la reencar­nación, si un ser fallece con un superávit de beneficios, su alma transmigra y se reencarna en una forma más noble. Y si en sucesi­vas reencarnaciones se prosigue por la senda del bien, se logra la final liberación del alma, en el nirvana, o sea, cuando la cuenta de ahorros se ha completado con un determinado haber. Por el contrario, si se produce un déficit en la cuenta, el alma se reencarna en un ser inferior en dignidad (que es por lo demás una valoración completamente subjetiva el determinar la mayor o menor dignidad de cualquier ser). El karma del individuo en una reen­carnación particular está indicando el estado actual de la cuen­ta. Una conclusión adicional es que puesto que está únicamente en manos del individuo aumentar o disminuir su cuenta, no vale el esfuerzo solidario para ayudarlo. La caridad y la misericordia son aparentemente valores devaluados.

Algo similar al karma ocurre en el caso de la creencia en la “economía de salvación” de cierta doctrina católica. Ésta supone la existencia de una vida eterna para todos los hombres, puesto que todos tienen almas inmortales. Entonces, aquéllos que mueren en santidad pasarían al Cielo, pudiendo el excedente ser transferido a personas con déficit en su cuenta personal. Incluso al sacrificio y la penitencia se le dan un valor económico y cuantitativo representado en “días de indulgencia”. Quien tiene en su cuenta un saldo negativo imposi­ble de cancelar a causa de un pecado mortal, se condena para la eternidad. En este esquema, la salvación llega a ser comprendida más bien como la acumulación de acciones moralmente buenas que como consecuencia de una vida de fe y amor a un Dios de justicia.

En contra de las ideas economicistas que suponen efectos moralmente cuantificables la acción humana tiene una naturaleza imposible de juzgar en su origen. En realidad, la contradicción fundamental de la existencia humana es precisamente la permanente opción que cada persona, en cada instante y lugar, tiene entre la exigencia natural de sobrevivir, presentada por su conciencia de sí, y la concepción del bien y el significado de la vida que su conciencia profunda le muestra, y que no se identifi­ca necesariamente con la aspiración natural de supervivencia y reproduc­ción; es una opción entre el deseo de amar, verdad y justicia, y la necesidad afecto, satisfacción y seguri­dad. Siempre y permanentemente, el gran dilema de la acción moral está entre el satisfacer las necesidades de supervivencia y repro­ducción, legítimas en la acción humana, y las exigencias del amor y servicio al prójimo. Como una síntesis ingenuamente aberrante de la contradicción fundamental de la existencia humana, Adam Smith (1723-1790) describió un sistema, que él supuso que es natural, dentro del cual, actuando según propósitos puramente egoístas, centrados en el bien propio de supervivencia y reproducción, se logra simultáneamente el bien de los demás.

La supervivencia no es necesariamente el factor decisivo en la acción moral, como sí lo sería en la acción pura de un animal. La acción humana se enmarca en dimensiones transcen­dentes, pertenecientes a la escala del pensamiento abstracto y racional y de los sentimientos más profundos, en las cuales se reconoce al otro en tanto otro, con finalidades que le pertene­cen, con necesidades que demandan nuestra atención, incluso nues­tro sacrificio conscientemente asumido, pero respetando su liber­tad cuando accedemos a asistirlo. El acto de amor corresponde a la valoración última de la concepción del bien y la opción por éste.

Los valores éticos serían más humanistas y las leyes serían más justas en la misma medida que se ajustaran mejor a una moral que persiga el amor y la verdad. En contraste, un acto inmoral podría definirse como aquél que tiene una doble intencionalidad. La doble intención engloba la mentira, la hipocresía, la false­dad, la doblez. Detrás de la intención que aparenta el bien del otro se oculta la búsqueda del bien personal en un conflicto entre la conciencia de sí y la conciencia profunda. El “sed como niños” evangélico se refiere a la superación de la doblez en beneficio de la conciencia profunda.


El valor de la acción


Cuando entramos en el terreno del “bien,” penetramos de lleno en el viejo problema del bien y el mal. En primer lugar, lo que nos resulta absolutamente evidente, las cosas en sí se nos aparecen como buenas o malas. Así, el nacimiento es bueno, la muerte es mala; una buena cosecha es buena, la peste es mala; el día es bueno, la noche es mala; el alimento es bueno, el veneno es malo. Ello implica una valoración ética de las cosas. Pero en seguida surge la pregunta: ¿cómo justificar a Dios, infinitamente bueno, frente al mal que se da en este mundo?

La postura maniquea ha sido la más extrema. Considera que tal como hay cosas que en sí son buenas, existen cosas que en sí son malas. Estas dos agrupaciones de cosas provienen de sendos principios contrarios, y la realidad es imaginada como un con­flicto permanente entre éstos. Incluso se personifican ambos principios como deidades eternas.

El problema teológico que deriva de suponer que las cosas son buenas o malas y que son causadas por fuerzas extranaturales se refiere a la relación entre un dios bueno, principio del bien, y un dios malo o criaturas malas provenientes del principio del mal. O también, ¿cómo es posible que el dios omnipotente, que al mismo tiempo es bueno, pueda permitir el mal? Si el ordenamiento divino implica que la conducta recta merece recompensa, ¿por qué el mundo no es totalmente justo?, ¿por qué existe el sufrimiento inmerecido? O, como creían los maniqueos, ¿es que pueden coexis­tir un dios bueno y un dios malo simultáneamente y, por lo tanto, en permanente conflicto?

Para superar este problema desde la perspectiva monoteísta, santo Tomás de Aquino (1225-1274) supuso a partir de las categorías trans­cendentales aristotélicas que las cosas son buenas en la misma medida que son, proviniendo esa calidad de ser de su grado de participación en el Ser o Acto Puro, identificado con Dios. Y puesto que no existe el no ser, no puede existir el mal, sino solamente la falta de bien. Desde el extremo del acto puro hasta el extremo de la materia prima, según los grados de potencia (entendida ésta por su contraposición con el acto), él postuló que existe toda una jerarquía de seres con cada vez menores atributos de ser y, por tanto, de bien, hasta la total carencia de estos atributos, identificada con la pura potencia –la materia prima–. El bien resulta ser así una categoría trascendental de todas las cosas.

Efectivamente, cuando se valoran las cosas como buenas o malas, y se hace una distinción entre la forma (espíritu) y la materia, es natural identificar las primeras con lo espiritual y las cosas malas o carentes de bien con lo material. Santo Tomás suponía que la bondad está en relación directa con la calidad espiritual del ser en cuestión, siendo Dios espíritu puro y, por lo tanto, infinitamente bueno. Para santo Tomás todo encajaba estupendamente bien. Pero la realidad no se presenta de manera tan conveniente, como analizaremos más adelante. Como la ciencia moderna lo implica (y Teilhard de Chardin lo dedujo), de existir una jerarquía, ésta no es ontológica, sino que está en función de la complejidad, y la complejidad es el resultado de la evolución que sufre la materia en el curso de su estructuración en el tiempo.

Además, el problema que la jerarquía ontológica tomista no llega a solucionar es el de la justicia divina y del sufrimiento inmerecido, resaltada en el Libro de Job. Ciertamente, a este problema se le había dado una solución en el mito del “Juicio Final” por el cual, después de la existencia terrenal, se premia al justo, salvándolo, y se castiga al pecador, condenándolo por toda la eternidad. Pero esta solución no sería aceptable cuando se niega la posibilidad de existencia eterna a quien no se salva. Tampoco es fácil de aceptar cuando quien sufre y carga enormes penas es un justo. En el fondo del planteamiento de este problema existen algunos supuestos. Uno de ellos es que, a pesar de que la naturaleza es obra de Dios, Él debería intervenir milagrosamente en ella, alterando el curso de las cosas, para manifestar su voluntad llena de justicio o bondad. Este supuesto proviene de un conocimiento precientífico de cómo funcionan las cosas en un universo dominado por deidades. Supone que el justo debería estar en la gracia de Dios.

Lo que toda persona debiera asumir es que tanto el sufrimiento como la muerte son partes de la condición humana que nos viene por ser miembros del reino animal y partes del universo. La salvación prometida por Jesús es la liberación transcendente de esta condición en una existencia en la gloria de Dios.


Dualidad y dualismo


Pero el supuesto más importante es que la duali­dad que distingue el espíritu y la materia es la base para el dualismo que establece la existencia del bien y del mal como entidades en sí y no como propiedades relativas de las cosas en sus interacciones con las personas. Es conveniente tener presente que el dualismo no es cosa del pasado, sino que está plenamente vigente. Hasta no hace mucho la existencia de la vida terrestre, por ejemplo, estuvo amenazada por un holocausto nuclear que líderes políticos y pueblos no hubieron vacilado en desencadenar a causa de adherir a una yuxta­posición de ideas y mitos maniqueos, milenaristas y dualistas. A los unos, su ideología fue generada por el milenarismo mesiánico (un marxismo-leninismo superpuesto al cristianismo ortodoxo en camino al nacionalismo), a los otros les llegó del milenarismo revolucionario a través de la creencia en la predestinación (calvinismo).

El milenarismo es aquella creencia apocalíptica del judaísmo de la época inmediatamente posterior a la destrucción de Jerusalén, en el año 70 d. C. (ver Apoc 20, 1-6), junto a la creencia en un mesianismo glorioso, que supone un futuro (que durará mil años, de ahí el nombre) de paz, amor y justicia universal que vendrá después de un necesario conflicto escatológico entre las fuerzas del bien y el mal y en el cual el mal será derrotado, y que coincidirá con una segunda venida de Jesucristo. Durante la Guerra Fría cada bando tendió naturalmente a creer que sólo el propio era el bueno y el contrario era el malo. Anteriormente, el nazismo había establecido el Tercer Reich que iba a durar mil años. Una ideología mesiánica supone, además, que el mal se combate con la violencia, del mismo modo como se supone que lo malo en uno se combate con la penitencia corporal.

Incluso en países tradicionalmente católicos, donde se pien­sa más bien en términos de pecado, penitencia y perdón, lo que supone que el ser humano posee una naturaleza incompleta (en potencia, según la filosofía aristotélica), pero ni buena ni mala en sí, el dualismo calvinista, que divide las personas entre buenas y malas, entre aquéllas que han sido predestinadas para salvarse y aquéllas que lo han sido para condenarse, ha penetrado profunda­mente a través de los medios de comunicación de masas elaborados principalmente en Hollywood. El estereotipo del héroe es el de un “jovencito bueno” que se enfrenta con el “malo” de la película. Además se considera éticamente apro­piado, y también se espera, que el “jovencito” termine siempre por ganar, como lo hizo legendariamente una vez el arcángel Miguel, y también san Jorge, el de la leyenda medieval. De otra forma la película en cuestión es considerada inmoral, aunque el “malo” termine destripado. No debemos ignorar que para glorificar sus acciones la historia la escriben los vencedores, por muy “malos” que hayan sido.

En la concepción calvinista las personas son buenas o son malas por designio divino establecido desde la eternidad. Si son buenas, lo son siempre, y si son malas, lo son sin remisión. En esta concepción no puede existir ni el pecado ni la penitencia, pues quien es bueno no puede pecar, y quien es malo, de nada le sirve la penitencia para mejorar. La creencia en la predestinación resta toda importancia al libre albedrío en la acción de salvación.

Pero no todo está dicho con esto. En la actualidad sufrimos el agobio de los integristas islámicos y de otras religiones. La base de la creencia en el integrismo es extender el poderío divino a la soberanía nacional en la suposición de que nadie puede legítimamente restarle un ápice a un dios soberano. Todo aquél fiel que acepte un gobierno elegido democráticamente es enemigo de este dios. Igualmente, los infieles son pasivos a ser castigados por no acatar la voluntad divina dictada por medio de quienes se arrogan la autoridad para interpretar sus designios.

Desde otro punto de vista, si se supone junto con G. W. Leibniz (1636-1716) que éste es el mejor de los mundos posibles, “pues si no, no habría tenido Dios razón suficiente para crear un mundo”, tendría que desecharse la teoría de la evolución del universo. Cuando se acepta un tipo de mundo como el mejor posible, se está negando que éste pueda haber sido o pueda ser en el futuro distinto, pues ya no podría ser el mejor posible, o los otros no serían el mejor posible, contradiciendo la razón suficiente de Dios para crear el mundo.


Solución del problema del bien y del mal


Una filosofía fundada en la noción de la unidad del ser no tiene otra salida que valorar las cosas mismas como buenas o como carentes de bien, como lo hizo santo Tomás de Aquino. El problema es que la filosofía del ser está forzada a concebir el bien, o lo bueno, como una categoría trascendental del ser, y no como una cualidad de la funcionalidad de todas las cosas. Si se considera que tanto lo bueno y también lo verdadero como lo bello son sus propiedades tras­cendentales, entonces el ser trascendental es inmutable por ser uno, que sería otra de sus propiedades trascendentales. En cam­bio, como lo he señalado en mi libro La llave del univer­so, los seres reales, aquéllos que existen realmente en el universo, son esencialmente mutables tanto como son múltiples, siendo justamente éstas las dos propiedades trascendentales que debieran ser consi­deradas como verdaderamente propias del ser. 

Asimismo, el Génesis nos cuenta que después de haber creado el universo y la primera pareja humana, “vio Dios que todo cuanto había hecho estaba muy bien” (Gen 1,29). La idea que la tradición nos ha transmitido y por la cual nos hemos acostumbrado a ver las cosas es que Dios, en toda su sabiduría y poder, creó un universo perfecto y acabado. La explicación bíblica que da cuenta del sufrimiento y la muerte ha sido por el pecado de desobediencia de la primera pareja. La teología paulina ha puesto el énfasis en el sufrimiento que Jesucristo quiso soportar en su pasión y muerte en la cruz como sacrificio propicio ante Dios para redimirnos de este pecado que marcó a toda la humanidad. Desde entonces, quien cumple con la ley divina y recibe su gracia está a salvo. La misericordia y la bondad divinas se manifiestan a quien se arrepiente de sus pecados y cumple la ley.

Por su parte, la historia que emerge del conocimiento científico es bastante distinta. El universo que la ciencia encuentra no es precisamente un lugar de armonía y bondad, sino que de conflicto, destrucción y estructuración, donde existen colosales fuerzas desencadenadas. En ese universo ha emergido la vida con aptitudes para sobrevivir y reproducirse, y en el curso de su evolución ha aparecido el ser humano, quien no es justamente un ángel caído, sino que el brote más maravilloso del conflictivo universo.

Para comprender realmente el problema del bien y el mal, deberemos superar tanto la filosofía del ser como la tradición religiosa y analizarlo desde la perspectiva de la complementariedad de la estructura y la fuerza. El cambio propio de la naturaleza genera nuevas cosas a la vez que producen destrucción y muerte. El resultado del cambio es frecuentemente la disfuncionalidad. Las cosas existen en un medio ambivalente de abundancia y escasez, de oportunidades y peligros a la propia existencia. El universo donde existimos es la realidad donde conviven el gozo y el placer, la alegría y la tristeza, la felicidad y la desgra­cia. Para alimentarse se debe matar; para existir se debe destruir. Nuestra auto-estructuración se produce tras la desestructuración de otros.

Así, pues, el universo no es un lugar de paz y armonía. Dios, su creador, no tuvo la intención de establecer el orden, la bondad, la belleza, que son categorías abstractas de nuestra mente, sino que quiso posibilitar la estructuración de cosas cada vez más funcionales, en escalas cada vez mayores, a través de la fuerza, a partir de la energía primigenia. Por eso, en el principio no fue la luz de la unidad, de la verdad ni de la bondad, sino que la poderosa luz de la energía infinita divina que se traspasó al universo y comenzó a iluminar a partir del big bang. Tal es el universo real y no el mejor posible ni tampoco el perfecto.

La relatividad del bien y el mal

Por ello, a partir del análisis de las cosas a través del ser concebido como una complementariedad de estructura y fuerza, y que desde luego obvia la dualidad espíritu-materia, podemos con­cluir lo siguiente: Primero, las cosas no son ni buenas ni malas en sí, en forma absoluta, ni como referencia a algo absoluto, sino que lo son con relación a otras cosas. Luego, las cosas son buenas o malas en forma relativa, según se relacionen entre sí. Segundo, no se puede predicar de las cosas lo bueno o lo malo de manera unívoca, sino que el grado de estas categorías fluctúa entre lo óptimo y lo pésimo. Y tercero, estas categorías no se pueden predicar únicamente o bien de las estructuras o bien de las fuerzas, sino que de la relación que existe entre ambas, esto es, de la funcionalidad. Por lo tanto, el grado de bondad o maldad en las cosas puede ser aplicado únicamente a su funcionalidad. Esta idea es importante para superar cual­quier tipo de dualismo, como veremos a continuación.

En primer lugar decimos que algo es bueno o es malo cuando una acción esperada se realiza o no se realiza, o se realiza de modo imperfecto. Vemos entonces que la cualidad de bueno o malo no se achaca a la cosa, sino a su funcionamiento. Así, la causa de que algo no funcione bien puede deberse a una falla estructural o una deficiencia de la fuerza. Un cuchillo es bueno porque tiene filo.

En segundo término decimos que algo es bueno o es malo cuando valoramos la funcionalidad de la acción desde el punto de vista de nuestra supervivencia y reproducción, y según nos afecte en nuestra conveniencia y bienestar. Esta valoración pragmática y utilitaria es, desde luego, subjetiva, pero dispone de una base objetiva que corresponde a la universalidad y determinismo de las leyes de la funcionalidad: aquello que es concebido como bueno o malo (en el sentido de beneficioso o no) para mí, es concebido corrientemente como bueno o malo para ti. Una aspirina es buena porque quita tanto tu dolor de cabeza como el mío. También una dosis muy alta de aspirina puede producir gastritis a ambos.

En tercer lugar decimos que alguien es bueno o es malo cuando nos referimos a sus acciones desde el punto de vista de las normas éticas o legales. En este sentido, los seres humanos nos hacemos responsables por nuestras acciones ante los demás, quienes juzgan nuestra acción según los derechos y deberes que nos son reconocidos, según las normas de equidad, los sistemas jurídicos o, simplemente, las buenas costumbres que son aceptadas por el grupo social, para declararnos inocentes o culpables, estando dichas acciones sujetas a sistemas de premios y castigos. Por lo tanto, si alguien es juzgado por su acción y determinado que ha actuado bien, en conformidad con las normas, entonces es considerado bueno y es premiado. Por el contrario, si ha actuado contraviniendo las normas, entonces es considerado malo y es castigado. A este respecto, el buen ladrón es una contradicción de términos.

Por último decimos que actuamos bien o mal desde el punto de vista de la intencionalidad. Esta acción deliberada pertenece a la moral, y el juicio lo hace el sujeto en su propia conciencia, siendo, por lo tanto, eminentemente subjetivo. La única base objetiva para este juicio de quien ejecuta la acción es aquélla que fue explicitada hace tanto como el nacimiento de la filoso­fía: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18). Este único fundamento de toda la moral enjuicia instantánea y perso­nalmente nuestra acción causal intencional. Incluso Jesús amplió este mandamiento a un amor sin condiciones: “un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; como yo os he amado, así también amaos mutuamente” (Jn 13,34).

Cuando cosas que consideramos buenas o malas contradicen otras cosas que valoramos de la misma manera, procedemos a orde­narlas axiológicamente en escalas valóricas y a categorizarlas. En este respecto hablamos de jerarquía de valores, de medios y fines, de justificaciones, de juicios de valor. Pero el valor de estos juicios no es absoluto, sino relativo, pues depende del punto de vista adoptado.

El que en el universo, que es la realidad creada por Dios, las cosas no funcionen entre sí de modo armónico y pacífico se debe a la manera que tiene la materia para estructurarse a partir de la energía, tal como la ciencia ha estado descubriendo y formulando en leyes naturales que norman el cambio y la relación causal. Una cosa debe ser destruida para que otra emerja; un animal debe morir para alimentar a otro. Los seres humanos somos parte de este universo de destrucción y estructuración. Tanto como somos afectados por las leyes naturales, nosotros intervenimos en el devenir según nuestra acción intencional. Pero como somos también libres a causa de nuestra razón, nuestra acción intencional tiene además una dimen­sión moral.


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NOTAS:
Todas las referencias se encuentran en Wikipedia.
Este ensayo corresponde al Capítulo 3. “El juicio de la acción”, del Libro VII, La decisión de ser (ref. http://www.decisionser.blogspot.com/).